José F. Peláez | 25 de junio de 2021
Han sido trece meses y veintisiete textos. He hecho lo que he podido y lo mejor que he podido. Os he mirado y me habéis mirado. Soy mejor persona desde que os miro y desde que sé que me estáis mirando. Y ahora me toca irme.
Hay que escribir contra la cabecera, contra el redactor jefe, contra el lector y contra tus padres. Digo más. Hay que olvidarse de que tienes padres y escribir contra uno mismo, contra el pasado, contra tus lecturas, contra todo lo que te ha hecho ser como eres y pensar como piensas, contra la querencia, contra el piloto automático, contra esa plantilla que superponer a la realidad para dibujar el perfil de tu propia mano por encima de la vida, contra el surco que el agua ha hecho en la roca para formar el cauce al que el manantial se ve obligado a adaptarse si quiere llamarse a sí mismo río. ¡Como si no hubiera más opciones! ¡Como si no pudiéramos desbordarnos y defraudar a todo el mundo por defecto! ¡Como si no estuviera en nuestras manos asustar viejecitas de todas las edades! Buscar el aplauso es sencillo, yo podría hacerlo cada mañana, pero es escritura menor. Y, sobre todo, es una estafa.
Tenemos la obligación de apearnos del lugar común, de lo que sabemos que quieren oír nuestros palmeros y tenemos la responsabilidad moral de ir a la contra. Por eso, cada tarde acabo optando por los pitos, por los abucheos, por las almohadillas. Lo hago para mantenerme en el espejismo de libertad, de independencia, sin ser consciente de que molestar para ser libre te hace igual de esclavo, pero encima sin alfiles.
Hay que poner una bomba lapa en las causas y ver como vuela, por arte de magia, la tapa de los efectos, la querencia que nos lleva a protegernos en tablas. Hay que escribir desde el centro de la plaza, anclado a la boca de riego, sin protección, como el sexo de los noventa. Como nos recordaba Felipe VI en la ceremonia de los Cavia, «un escritor cobarde es como un torero cobarde. Simplemente se ha equivocado de profesión». La obligación de un columnista es amargar el primer café al lector, hacerle pensar, provocarle desde el límite del propio espectro. El resto es otra cosa, hacer guiones a tu personaje, rellenar los bocadillos de las viñetas, quizá auto parodiarse para buscar aplausos enlatados. Pero no es escribir columnas.
Decía Chesterton que todos los escritores, cuando llegamos a un medio, escribimos como creemos que el editor quiere que escribamos, sin saber que el editor, en realidad, daría una mano por encontrar a un escritor con un tono diferente a los que ya tiene. He intentado ser ese escritor, he intentado agitar el avispero, sacar a los mercaderes del templo. No he venido a dar lecciones, pero tampoco a recibirlas. Y aún así, las he recibido, a pares, cada día. Ha sido maravilloso encontrar a gente como Richi Franco, Armando Zerolo o Luis Ruiz del Árbol (@thefromthetree). Ha sido maravilloso leer a Cambronero o a González Sainz. Ha sido fantástico coincidir con Garabito y con Chapu. Me siento profundamente agradecido a David Vicente, a Pablo Casado y a toda la redacción. Y fundamentalmente me siento un afortunado por haber llamado la atención de Pablo Velasco desde el silencio de mi confinamiento.
La gente con códigos, y yo soy uno de ellos, no olvidamos quien ha creído en nosotros cuando casi nadie más lo hacía. Y a Pablo le debo respeto eterno. Supongo que no siempre ha sido sencillo y soy consciente. Pero soy un hombre de club y he intentado estar cada día al servicio de esa cabecera contra la que escribo, a su disposición cada minuto, para todo lo que se me ha requerido, sin preguntar plazos, condiciones y sin excusas. Como contraprestación he encontrado amigos, sugerencias, respeto, manos tendidas, comprensión, confianza y, entre todos, han conseguido que cuando me mire al espejo siga viendo a un impostor, pero a un impostor que se juega la vida por el equipo, desde el rinconcito que la historia me ha permitido defender en este periódico, que es y será siempre mi casa.
Un escritor cobarde es como un torero cobarde. Simplemente se ha equivocado de profesión
Cuando escribí en El País, lo hice contra el aborto y otros temas potencialmente molestos. Porque donde hay que hablar contra el aborto es en El País, a esto es a lo que me refiero. En El País es donde hace falta dar testimonio, no en el L’Osservatore Romano. Debe ser la herencia ignaciana, ese ‘Magis’ que hace que los jesuitas se hayan jugado la vida llevando el evangelio al último lugar del mundo mientras otros se quedan en misa de una criticando el outfit de la de al lado y haciendo la guerra cultural junto a un vermú con aceitunas. Quizá aquellos textos salvaron alguna vida. Desde luego, daría toda mi carrera y toda mi vida por satisfecha si así hubiera sido. ¡Pero en El Debate eso no hace falta! Esto no es un club de lectura, queremos ser relevantes, queremos influir. Por eso, aquí no me toca hablar contra el aborto sino advertir, en todo caso, que no somos mejores que los que abortan, que no es nuestro deber juzgar, que Dios es amor y el amor se presenta a veces como misericordia. Y que los cristianos seguimos a Cristo y no a cuatro macarras nacionalpopulistas.
Aunque esta mesa sea siempre la misma, aunque las manos que teclean sean las mismas siempre y aunque la luz entre siempre igual por esta ventana, uno no es el mismo en cada medio. Han sido trece meses y veintisiete textos. He hecho lo que he podido y lo mejor que he podido. Os he mirado y me habéis mirado. Soy mejor persona desde que os miro y desde que sé que me estáis mirando. Y ahora me toca irme. Como decía Julio Camba, espero que no me hayan tomado ni demasiado en serio ni demasiado en broma. Gracias por todo. Y perdón por las molestias.
Para todo español, el cocido es un asunto de fe, una pequeña misa laica, una conexión espiritual con sus ancestros y su tierra.
Mientras los caminos se caen y nuestros viejos tienen problemas para ir al médico, tenemos que aguantar a pijos de Neguri, a snobs de Sant Gervasi o a imbéciles de Beverly Hills diciéndonos que representamos lo peor.